Era un
día de abril aunque importaba poco el calendario en el medio de la selva
mexicana.
La selva
está viva, andando. Todo el tiempo, como un péndulo que si parece
detenerse un microsegundo es sólo para tomar impulso y seguir. Vemos
poesía en cada rincón y ella, en su soberbia de saberse mágica, la
derrocha a montones sin esforzarse. Intimida. Hipnotiza. Nuestros
sentidos, vacíos de arte la mayor parte del tiempo, no pueden evitar
conmoverse con cada detalle. No hay voluntad, sucede. Los colores se
multiplican, como los ruidos y las formas. Parecía como si todo
acabara de crearse para nosotros, por única vez, ese día de abril.
Los
árboles, en un caos ordenado por sus propias reglas fotosintéticas,
parecían fichas de ajedrez acomodadas de manera caprichosa donde el
jaque era imposible y el juego podía ser eterno.
Ahí
estaba yo, derritiéndome con los pies en el agua, cuando lo vi. Todo
desapareció y la selva se condensó en aquel caracol. Ese espiral,
como un agujero negro al que no podía resistirme por más que
quisiera, me atrapó. Y yo me dejé. Me fundí. Me fui.
El
caracol se movía, la babosa salía y se abría para mí, para
recibirme. Yo agarraba su espalda, o su casa, su todo, con la yema de
los dedos y el espiral latía. El caracol estaba todo vivo y lo que
años o meses después sería una piedra más en algún baldecito de
algún niño mexicano, ese día de abril era corazón latiendo. Ese
caracol y yo nos comunicamos, fuimos los dos al mismo lugar, nos
seguimos, como una bandada de pájaros que, sin ponerse de acuerdo,
vuelan juntos, cambiando la dirección pero siempre todos para el
mismo lado. Así, mucho rato.
Todo el
tiempo que pasó lo viví en cámara lenta. Desconozco cuánto fue
porque los relojes tampoco importaban en el medio de la selva
mexicana ese día de abril pero la poca luz solar que se colaba entre
las ramas (que cuando volví a mirar juré que se habían
multiplicado, una vez más) nos avisaba que era hora de irnos. Me
costó despedirme. Fui y volví un par de veces. Y lloré. Un poco
por el caracol y mucho por mí. Porque sabía que una parte mía
quedaría ahí. En esa piedra, entre esos árboles, en ese día de
abril, para siempre.
(M)
No hay comentarios:
Publicar un comentario